El verano que derritió tu corazón

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Capítulo 1 (Amaru)

Salgo de la sala y me dirijo hacia el patio exterior, necesito tomar un poco de aire, aunque eso es un decir ya que el calor que azota la ciudad por estos días es insoportable y no corre ni una sola gota de viento.

Camino hasta el árbol de Jacarandá que hay en el centro del jardín y me acerco a la base del tronco para sentarme entre sus raíces, como lo hacía siempre. Me quedo allí con la espalda recostada por la madera, los ojos cerrados y los puños tan apretados que las uñas me dañan la carne de las palmas de las manos. Comienzo a calmar la respiración y trato de sentir la energía del árbol para sosegarme, pero cuesta demasiado.

Siempre lo hago así, este es mi pequeño lugar en el mundo, el espacio que me conecta con la tierra y la naturaleza que tanto amo y que en mis primeros años formaron parte de mi día a día. En la ciudad es todo muy distinto a mi casa de la infancia, no hay muchos árboles ni cantan todos los pájaros tan temprano en la mañana, no hay tierra colándose entre mis dedos ni césped verde acariciando la planta de mis pies, no hay arroyos en los que zambullirme cuando el calor acucia ni mucho menos ramas sobre las cuales columpiarme o imaginar mundos mejores.

Ahora vivo en el mundo mejor que alguna vez imaginé, y aún así no logro ser feliz.

No puedo evitar preguntarme si el problema soy yo. ¿Por qué la felicidad se me escapa de entre los dedos una y otra vez?

Suspiro y trato de no pensar en ello cuando la siento acercarse, puedo escuchar sus pasos y reconocerla sin siquiera abrir los ojos. Arrastra un poco los pies como lo hacen las personas mayores. Cuando está mas cerca escucho su respiración algo agitada y la siento cuando se acomoda en un banco que hay al lado. Siempre me dice que no sabe cómo logro sentarme en el suelo sin que me crujan las rodillas.

—Lo siento —musita apenas.

—No tienes por qué, no es en absoluto tu culpa —respondo tajante.

—Lo sé, pero incluso así lo siento. Sabes que me gustaría que las cosas fueran diferentes…

—Lo sé…

—Pero no es solo así para ti —insiste, siempre quiere arreglar las cosas—. El otro día un paciente anciano que ni siquiera era capaz de limpiarse el trasero por sí solo me pidió ver al doctor. Le dije que yo era la doctora y se rio con desdén, luego me repitió que quería ver al doctor como si yo fuera una cucaracha —explicó.

—Sí… así mismo me siento —respondí.

—Lo iremos logrando, Aru, poquito a poquito… Tú ya lo has logrado, amiga…

—¿Qué he logrado? —pregunto y abro los ojos para mirarla.

—Eres la mejor médica de esta clínica y has sido la mejor de la clase. ¿Qué te parece eso?

Mónica lo dice con tanto entusiasmo que me hace sonreír y luego suspiro.

—No se trata solo de luchar con el machismo de algunos pacientes, esto es aún más serio —digo y ella asiente—, ¿acaso por ser nativa no puedo ser buena en lo que hago? Me he quemado las pestañas estudiando y tú lo sabes, Moni… No es justo, y a veces siento que nada vale la pena.

—Pero solo es un momento malo, Amaru y tú lo sabes. No puedes permitir que una señora elitista te haga olvidar de quién eres y de dónde has venido. Tú misma me lo has enseñado, eres una nativa orgullosa de sus raíces y del camino que ha seguido para llegar hasta donde ha llegado. Tienes que seguir y no solo por ti, sino por los que vienen detrás de ti, por los niños de tu tribu y de tantas otras, porque si tú puedes, ellos también…

Moni es mi mejor amiga desde la universidad, nos conocimos en los primeros años, cuando yo no hablaba con nadie y me limitaba a alejarme de cualquier persona. Ya suficiente había tenido durante la secundaria convirtiéndome en el blanco de todos mis compañeros, no pensaba pasar por lo mismo en la universidad. Pero ella era insistente, tenía un corazón bonachón dentro de un cuerpo pequeño de piel blanca y cabellos negros y quería hacerse mi amiga. Yo, siempre desconfiada y de mal carácter, me pasé rechazando sus atenciones por unos seis meses aproximadamente, hasta que ella apareció saludándome en lengua nativa y yo fruncí el entrecejo debido a la sorpresa.

—¿Lo ves? Estoy aprendiendo —dijo con diversión—, pero necesito una buena maestra. ¿No piensas dejar de ser desagradable y permitirme ser tu amiga?

—¿Por qué quieres ser mi amiga? —le pregunté.

—Porque me gusta la gente valiente que tiene algo para contarle al mundo, y creo que tú eres de esas. Quiero saber tu historia.

Desde ese momento nos hicimos inseparables, no se la puse fácil, tardé muchísimo en abrirme a ella y contarle quién es de verdad Amaru, porque así soy, porque me cuesta abrirme a un mundo que no me entiende y me discrimina solo por la forma en que me veo, y porque el corazón todavía me dolía tras la traición y el abandono de la única persona con la que me abrí alguna vez.

Terminamos la carrera juntas y nos mudamos a un pequeño apartamento en el que casi podemos entrar por turnos, nos entendemos y nos complementamos bien, nos hacemos compañía en las largas horas de estudio o durante las guardias que compartimos y nos ayudamos cuando una de las dos cae. Mi vida no sería lo mismo sin Moni porque ella me enseñó a confiar de nuevo y a comprender que, aunque lo parezca, no todo el mundo me ve como creo que me ven.

—Hace mucho calor aquí, no sé cómo lo soportas —se queja mientras se sopla con una receta que trae en los bolsillos.

—Lo sé, solo estaba hablando con Jacarandá.

—¿Y qué te ha dicho? —pregunta divertida y consciente de mis conversaciones con la naturaleza.

—Que debo ser fuerte, como su tronco… que mis raíces son firmes y me sostienen.

—Me gusta —responde mi amiga—, ahora dile que se ponga a bailar y nos dé un poco de viento o vamos a la cafetería por un café y aire acondicionado.

Sonrío y me levanto, me sacudo el pantalón para sacarme los restos de tierra y camino con mi amiga hacia la cafetería. Una vez allí hacemos nuestro pedido y nos sentamos en una mesa.

Conversamos sobre un paciente que tuvimos más temprano, y le relato de nuevo lo de la mujer que pidió que otro médico la atendiera porque no quería que lo hiciera una indígena, pero en un momento mi atención va al televisor. La marquesina dice: «La ola de calor y la sequía arremeten contra las plantaciones de los nativos del norte del país».

—Alex, ¿puedes subir el volumen? —pido al cajero de la cafetería que asiente y busca el control de la tele.

Moni y yo ponemos atención en la nota, el periodista entrevista a un agricultor local.

—No sabemos qué haremos, se están echando a perder todos los cultivos. Si no llueve en un par de días se perderá todo y miles de familias se quedarán sin el sustento diario.

—¿Es tu pueblo? —pregunta Moni y asiento.

El periodista toma la palabra y explica que la zona ha cambiado muchísimo en los últimos años, muestra un antes y un después con fotografías. La primera está llena de árboles y plantas y la segunda es un desierto de plantaciones soja. Habla de la desforestación y las consecuencias en la zona, los problemas con el agua potable y el calor apremiante. También muestra imágenes y comenta sobre la precariedad en las que viven los indígenas mientras los grandes empresarios se llenan los bolsillos.

El corazón se me achicharra en el pecho y me prometo llamar a mamá en cuanto tenga un tiempo libre, necesito saber cómo están y cuál es la situación real de ellos. He insistido con traerlos aquí, pero son necios, los dos se niegan vehementes y dicen que prefieren morir en sus tierras.

El periodista cierra la nota, va a publicidad y yo suspiro.

—Llamaré a mis padres hoy —digo y Mónica asiente.

—Me parece bien, además recuerda que en una semana estarás de vacaciones y podrás al fin conocer el mar y cumplir otro sueño más, Aru… Piensa en eso y enfócate en ese viaje, olvida un rato los problemas.

Asiento, pero la preocupación por mi familia se convierte en un aguijón que se me clava en el pecho y me lo llevo muy dentro todo el resto de mi jornada laboral.

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