Capítulo 1
El planeta de las bestias primigenias poseía un nombre que los mortales no podían pronunciar, pero entre los cambiaformas, Thren’Kaas era el nombre susurrado en las antiguas leyendas, un eco en el viento que se sentía más que se comprendía. Un mundo donde la magia fluía como un río eterno, alimentando la esencia salvaje de todas las criaturas que lo habitaban.
Thren’Kaas estaba dominado por dos mega-continente y una vasta e impenetrable masa de agua. El más relevante era el vasto territorio de los cambia-formas, dividido en tres reinos inmensos, cada uno bendecido por una deidad primigenia.
Los cambiaformas gobernaban este territorio, no como conquistadores, sino como herederos legítimos de una naturaleza que jamás podrían negar. Cada territorio tenía su propia ley, su propia visión de lo que significaba el poder y la supervivencia. Y aunque compartían un mismo origen, sus caminos los habían llevado a convertirse en pueblos tan distintos como las tierras que habitaban.
Al este del continente, Siegfried se extendía como un reino de bosques exuberantes, donde la vegetación se alzaba con una magnificencia casi ancestral. Árboles colosales formaban catedrales de follaje, mientras ríos cristalinos serpenteaban entre montañas cubiertas de musgo. Aquí, la luna reinaba y el viento hablaba a través del crujido de las hojas.
Sus habitantes eran cambiaformas que se fundían con la naturaleza, adaptándose a la vida entre la espesura de la vegetación. Es un reino de ingenio y adaptabilidad, donde la magia se entrelazaba con el avance del conocimiento. No era extraño ver cómo sus habitantes dominaban la tecnología tanto como la naturaleza, desafiando los hilos del destino que Laurenel, la Dama de la Luna, intentaba tejer para ellos. Aquí, el futuro no estaba escrito; era forjado por aquellos con la astucia suficiente para cambiarlo.
Si Siegfried era el reino de la estrategia y el sigilo, entonces Yanara era el dominio de la fuerza bruta y la supervivencia sin concesiones. Al sur del continente, se extendían las vastas llanuras doradas, donde el sol caía con un peso aplastante sobre la tierra seca. Desiertos y sabanas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicados por montañas escarpadas y cañones labrados por los vientos del tiempo. Aquí, la vida era dura y la debilidad no tenía cabida.
Sus habitantes eran cambiaformas cuyo poder se basaba en la fuerza, la resistencia y el dominio absoluto sobre su territorio. Para los habitantes de Yanara, el combate no era solo una prueba de fuerza, sino una demostración de valor, un derecho sagrado. Aquí, los gobernantes eran guerreros que habían ganado su posición con sangre y fuego. Los débiles eran descartados, y los fuertes, venerados.
Al norte, donde las montañas se alzaban como colosos helados, el reino de Achlys se extendía en un paisaje cubierto por un velo de nieve y bruma.
Los picos eran tan altos que sus cumbres se perdían en las nubes. Los glaciares brillaban bajo la luz de la luna, y las tormentas de nieve azotaban los valles con una fuerza que habría aniquilado a cualquier ser que no estuviera hecho para resistirlas.
Aquí, la magia era la única ley verdadera.
Sus habitantes vivían en comunión con la magia, y aquellos que nacían con una afinidad especial podían ascender a convertirse en protectores espirituales, renunciando a su mortalidad y dejando atrás sus emociones.
Era un reino de secretos.
De poder inexplorado.
La deidad primigenia de este dominio era conocida como Kasumi, un ser de pura energía que, tras eones de convivencia con la humanidad, había adoptado la identidad de una mujer. Sus largos cabellos traslúcidos reflejaban la luz como un arcoíris líquido, y su piel, tersa y nívea, parecía esculpida en la más pura escarcha. Su mirada, gélida y profunda como un amanecer invernal, fascinaba tanto como inquietaba. Kasumi adoraba la atención y jamás se perdía los festivales de invierno, donde hacía su aparición en una majestuosa caravana, envuelta en sedas relucientes, permitiendo a sus seguidores contemplar su forma humana con el mismo deleite con el que un artista exhibe su obra maestra.
Sin embargo, Kasumi no era una deidad universalmente venerada. A diferencia de Laurenel, la Dama del Destino y Deidad de la Luna, y El Gran Astro, la manifestación de la Luz, su existencia era un misterio para aquellos que no pertenecían a su dominio. Solo en Achlys su nombre era pronunciado con fervor. Pero, aunque su culto era más reducido en comparación, su poder no era menor. Como mediadora entre los grandes astros, poseía la capacidad de suprimir la influencia tanto de la luna como del sol si así lo deseaba, envolviendo el continente en su espesa niebla impenetrable.
Con todo, los siglos transcurrieron en relativa paz. Laurenel observaba a los habitantes de Siegfried, la capital de la Luna, desafiando su destino con cada avance tecnológico. El Gran Astro reinaba sobre Yanara, la capital de la Fuerza, donde la gloria del combate y la luz inquebrantable moldeaban cada aspecto de la vida. Mientras tanto, Kasumi, menos diplomática y mucho más caprichosa que sus pares, se entretenía viendo el juego de poderes desde su reino de brumas.
Las deidades rara vez intervenían directamente en los asuntos mortales, pero cuando lo hacían, el mundo se estremecía.
En la profundidad del plano espiritual de Achlys, se extendía el dominio celestial de Kasumi, la Deidad de la Niebla. Su morada no era un reino caótico ni un paisaje divino inalcanzable como el de sus semejantes, sino una imitación etérea del mundo de los mortales.
Caminos de cristal opalescente se extendían como arterias luminosas, flotando entre mares de neblina plateada. Edificios de estructura efímera, semejantes a templos de jade blanco, aparecían y desaparecían con cada fluctuación de la voluntad de su creadora. Sus torres estaban adornadas con faroles flotantes que iluminaban la bruma con suaves destellos dorados y azulados, dando la impresión de que estrellas y constelaciones enteras colgaban del aire, más cerca de la tierra que del cielo.
En el centro de este plano se alzaba un pabellón abierto, sostenido por pilares de luz líquida. En su interior, Kasumi, la caprichosa deidad de la niebla, recibía sus audiencias. Su palacio no estaba vacío. A diferencia de otras deidades que preferían la solemnidad y el silencio, Kasumi imitaba el bullicio de los mortales. Su séquito de espíritus elementales flotaba a su alrededor, ocupándose de tareas que no necesitaban ser realizadas. Pequeñas figuras nebulosas caminaban con bandejas de té que jamás se enfriaban, acomodaban cojines de aire e incluso tocaban melodías en instrumentos que no existían en el mundo físico.
Fue en este escenario donde apareció La Xue, la recién ascendida Protectora de los Leopardos de las Nieves.
La Xue llegó con pasos firmes, aunque su postura rígida delataba su nerviosismo. Su larga y esponjosa cola, símbolo de su linaje Pantherinae, estaba envuelta alrededor de su cuello como una bufanda, un gesto instintivo de protección. Su cabello era blanco como la nieve en las cumbres más altas, y su piel, perlada e inmaculada, parecía reflejar la esencia de la luna misma.
—Señorita Kasumi, estoy aquí para mi audiencia — anunció con una inclinación perfecta, su voz clara, pero carente de cualquier matiz emocional.
Kasumi, reclinada despreocupadamente sobre un diván de bruma, agitó una mano con ligereza, su expresión fruncida.
—No me gusta “señorita”. Pensé que sonaba refinado, pero ahora me doy cuenta de que es demasiado casual. No debí escuchar a ese tonto zorro, siempre criticándome. ¿Por qué nadie lo ha reemplazado como representante espiritual?
El tono de la deidad era melodioso, pero había una impaciencia juguetona en su voz.
La Xue mantuvo su postura, su expresión neutra, y contestó con impecable etiqueta:
—Ah, disculpe su señoría, no puedo responder eso.
Kasumi suspiró, aunque el gesto era puramente teatral. No necesitaba respirar, pero después de siglos conviviendo con los mortales, había adquirido sus costumbres como un reflejo caprichoso de su divinidad.
—Ah, ya lo recuerdo. Los nuevos siempre son tan tímidos… perder a ese viejo zorro sería demasiado solitario.
Sin más preámbulos, los ojos de Kasumi se clavaron en la joven Protectora, con la intensidad de alguien que ya conoce todas las respuestas, pero aun así disfruta del juego de hacer preguntas.
—Así que eres la nueva representante de los Leopardos de las Nieves. Me sorprende. Lograron recomponerse antes de lo planeado, después de esa terrible guerra territorial con las águilas…
La Xue, quien había renunciado a su nombre mortal al ascender como protectora de su especie, no reaccionó. No tenía emociones. No podía tenerlas. Era la prueba de su divinidad. Y, sin embargo, Kasumi notó el leve temblor de su cola, un reflejo residual de su naturaleza pasada.
—Sí, su señoría — respondió la Protectora con una reverencia aún más profunda. —Aunque perdimos más de la mitad de nuestro clan, gracias a que hemos seguido diligentemente sus indicaciones logramos evitar la extinción.
Kasumi sonrió con una perezosa satisfacción.
—Los nuevos son tan graciosos… literalmente velar por ustedes es mi trabajo, no les estoy haciendo un favor.
Las otras dos grandes deidades del continente, Laurenel, y el Gran Astro, rara vez se comunicaban con sus creyentes. Preferían envolver sus voluntades en acertijos o hacer llegar su voz a través de presagios crípticos. Kasumi, en cambio, disfrutaba de la interacción directa. Resolver los problemas de manera práctica le entretenía mucho más que jugar a los dioses distantes.
—De todas formas, debemos respetar su figura llena de sabiduría.
La respuesta de la Protectora fue impecable, pero cuando Kasumi soltó una risita burlona, la Xue no pudo evitar que una ligera sombra de vergüenza encendiera sus mejillas. Su tez perlada se tiñó con un sutil tono rojizo, un vestigio de su humanidad perdida.
Kasumi le dedicó una última mirada juguetona antes de volver al tema central.
—Basta de idolatría, no la necesito. Dame un informe de tu clan. Siguen pareciendo convalecientes.
La Xue, recobrando su postura inquebrantable, colocó ambas manos juntas sobre su pecho en un gesto de devoción.
—La situación ha empeorado aún más, su señoría.
Kasumi no respondió de inmediato, dejando que el aire denso del plano espiritual absorbiera las palabras de la Protectora. Era más divertido verlos retorcerse antes de ofrecerles una solución.
La Xue prosiguió, su voz grave y contenida.
—Ya no hay suficientes demons en nuestras zonas de caza.
La confesión era más terrible de lo que cualquiera fuera del clan podría comprender.
En Thren’Kaas, la depredación funcionaba de forma distinta a la de los mundos mortales. No se cazaban animales comunes, ni se mataban entre sí. En cambio, los cambiaformas se alimentaban de demons, criaturas hechas de energía pura, manifestaciones de la esencia mágica del planeta.
Estos seres no poseían conciencia ni alma, existían únicamente para ser consumidos y reciclados en el ciclo de la vida. Pero no podían aparecer por sí solos.
Solo un Líder Cambiaforma podía convocarlos, canalizando la energía del territorio para traerlos a la existencia. Era el deber de los Alfas Líderes y, en especial, del Omega Líder, garantizar que el clan tuviera alimento.
Sin embargo…
El Líder Omega de los Leopardos de las Nieves había estado enfermo toda su vida. Nunca había podido cazar, ni convocar demons para su gente. Y con la guerra, los clanes vecinos habían bloqueado el acceso a sus propias reservas.
Ahora los demons escaseaban.
Los guerreros del clan también escaseaban.
Antes de la guerra con el clan de las águilas, los Leopardos de las Nieves eran cazadores formidables, guerreros implacables que dominaban las montañas heladas con una destreza letal.
Pero tras la masacre, su número se redujo a menos de la mitad. Muchos murieron en combate, protegiendo lo poco que quedaba de su territorio. Los que sobrevivieron estaban agotados, forzados a cubrir el trabajo de los que habían caído. Los guerreros restantes patrullaban sin descanso, obligados a defender sus tierras con menos recursos y menos aliados.
La Xue bajó la cabeza en señal de lamento.
—Los guardianes del clan hacen lo que pueden, pero no es suficiente. Patrullan sin descanso, pero ya no podemos cubrir todos los accesos. Cada frontera de nuestra tierra es vulnerable.
El peso de la guerra aún se sentía.
Los Leopardos de las Nieves también habían perdido su poder comercial.
Desde tiempos ancestrales, el clan exportaba Piedras Mágicas y Piedras de Estrella, minerales preciosos extraídos de las profundidades de la montaña. Las Piedras Mágicas eran fundamentales en la creación de artefactos de protección y armas imbuidas con poder elemental. Las Piedras de Estrella eran aún más raras, cristales que contenían fragmentos de la energía celestial, usados en sacrificios y rituales sagrados.
Antes, los clanes bajo la montaña dependían de estos minerales. Los Leopardos exportaban, y a cambio, recibían suministros, medicinas y bienes esenciales. Pero sin trabajadores para las minas, la producción de estas piedras se detuvo. Y con la caída del comercio, los clanes bajo la montaña retiraron su apoyo.
Ya no enviaban suministros.
Ya no protegían las rutas de paso.
Ya no reconocían a los Leopardos de las Nieves como aliados.
La Xue apretó los puños.
—Nuestra diplomacia ha colapsado. Apenas podemos negociar con los clanes bajo la montaña porque ya no podemos ofrecer nada a cambio.
Sus voces ya no se escuchaban en las cortes.
Su influencia se había desvanecido.
Si las cosas continuaban así, en menos de una generación desaparecerían.
Su única esperanza era restaurar la función del Líder Omega, pero…
—Quien usted eligió para heredar el rango de Omega Líder ha sido, de forma inexplicable, un niño enfermizo. Ni una sola vez en todos estos años ha podido salir al exterior. Y ahora que ha alcanzado la mayoría de edad, parece imposible que pueda llevar la marca de tres Alfas, pues nunca ha presentado un celo ni desarrollado alguno de los dones de los Pantherinae.
Si el Líder Omega recuperaba su poder, podrían convocar más demons y acabar con el hambre. Saciadas sus necesidades básicas, sus guerreros, podrían recuperar la seguridad de su territorio y sus habitantes podrían volver a reproducirse. Todo esto restauraría las relaciones diplomáticas y volverían a exportar minerales.
Pero el Líder Omega actual estaba muriendo.
No había forma de que un Alfa reclamara ese rol.
No había forma de forzar la manifestación de un nuevo Omega con las mismas habilidades.
Kasumi entrecerró los ojos. Ya había previsto que esto era una posibilidad.
A diferencia de otros Pantherinae que seguían la organización de tres líderes, los Leopardos de las Nieves poseían el doble de magia salvaje. Su territorio hostil exigía que su trío líder fuera auténticas bestias en cuerpo y alma.
Sin embargo, su trío original había muerto en la guerra contra las águilas, antes de que el Omega Líder hubiera engendrado a los sucesores. Para cualquier especie Pantherinae, esto habría sido un problema inmenso. Pero para los Leopardos de las Nieves, era una sentencia de muerte.
Kasumi apoyó el mentón sobre su palma, sonriendo con la astucia de alguien que ve una historia desplegarse en tiempo real.
—Así que el Omega Líder es un caso perdido…
Su risa se deslizó entre la niebla del palacio como un eco distante. Algo estaba por cambiar. Algo inesperado.
Y Kasumi estaba deseando ver el desenlace.
Aun si ella enviara una nueva bendición, no había forma de que un Omega común resistiera la marca de tres Alfas. La naturaleza misma de los Pantherinae exigía que su Omega Líder tuviera la fuerza suficiente para engendrar cachorros más poderosos que la media, pero el actual heredero estaba sucumbiendo a la presión de su rol. Su cuerpo era demasiado débil, demasiado frágil para sostener la carga de su especie.
La única solución era darle más magia animal… pero esa magia no era abundante.
Kasumi contempló la niebla danzando entre sus dedos mientras hablaba con voz despreocupada:
—No te preocupes, vuelve a tu clan y anúnciales que pronto su Omega Líder será curado.
La Xue contenía la respiración, si es que aún poseía la capacidad de hacerlo. Sus ojos dorados parpadearon con asombro antes de que la emoción la dominara por completo. Inclinó la cabeza profundamente y desapareció en un destello etéreo, regresando espiritualmente a su dominio.
El silencio duró poco.
—Esa es una promesa muy arriesgada.
La tranquila atmósfera de la morada de Kasumi fue invadida por la figura etérea de Jingmíng, el Protector de los Zorros Árticos. Su voz era suave y fluida, pero cargada con la astucia característica de su especie. A diferencia de la Xue, Jingmíng se proyectaba con fuerza en el plano espiritual. El segundo Kitsune de nueve colas del continente cambiaformas se encontraba frente a ella, con cada una de sus esponjosas colas vibrando en una tonalidad morada brillante. Partículas de energía luminosa flotaban a su alrededor, como si su misma existencia fuera un fuego fatuo en constante combustión.
—¿De dónde sacarás más energía animal? —continuó con tono despreocupado—. El Núcleo está programado biológicamente para no liberarla más que a través de nacimientos. No importa cuán divinidad seas, no puedes alterar su esencia.
Kasumi rió, su carcajada fluyendo como una armoniosa melodía en la bruma.
—El Núcleo no es la única fuente de energía animal.
Jingmíng frunció el ceño.
—Ah… ¿Vas a matar a un cambiaformas?
La deidad de la niebla bufó, como si la simple idea fuera absurda.
—Por supuesto que no. Si hiciera algo así, mi existencia desaparecería en un parpadeo.
Jingmíng la observó con renovado interés. No era fácil captar la atención de una deidad, pero cuando Kasumi comenzaba a jugar con enigmas, era mejor prestarle atención.
—Ahora sí que me tienes intrigado, Kasumi. ¿Me confiarías el secreto?
Kasumi lo miró con fingida ternura, ladeando la cabeza con expresión burlona.
—Para nada, mi querido amigo. No te lo tomes personal.
Con un simple movimiento de su mano, una corriente de niebla se arremolinó alrededor de Jingmíng y lo expulsó de su espacio privado.
Kasumi suspiró y volvió a sumergirse en sus pensamientos.
Hace mucho tiempo, cuando los dragones eran los únicos guardianes de los cambiaformas, su raza traicionó su propósito sagrado.
La ambición los había consumido. En su sed de poder y conocimiento, intercambiaron a varios de sus semejantes por información y recursos que provenían de otros planetas más allá de su galaxia. En su arrogancia, creyeron que aquello no tendría consecuencias, que podían vender a sus iguales como si fueran simples bienes.
Pero la traición se pagó con la peor de las condenas.
Los dragones fueron castigados, sus almas encadenadas al sometimiento eterno. Los que alguna vez fueron dioses entre los cambiaformas ahora eran poco más que mascotas, bestias sin voluntad propia, obligadas a seguir órdenes por la eternidad.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Aquellos cambiaformas que fueron vendidos a otros mundos… nunca regresaron.
Durante siglos, su paradero fue un misterio. Se los creía perdidos para siempre, fragmentos de su mundo esparcidos entre las estrellas. Pero hacía poco… algo había cambiado.
Las deidades habían recibido noticias de que varios de esos cambiaformas habían sido localizados.
No como bestias.
No como esclavos.
Sino como simples humanos.
En un rincón insignificante del universo, en un sistema planetario primitivo gobernado por una estrella de energía limitada que eventualmente se extinguiría, se habían hallado rastros de su existencia. Un planeta tan poco relevante que ni siquiera las razas más avanzadas habían considerado interferir en su desarrollo.
Sin embargo, lo que sale del Núcleo del planeta es sagrado. Todo lo que nace de su energía debe regresar a él.
Al parecer, algunos cambiaformas fueron ocultados en aquel planeta, pero sus captores nunca pudieron regresar por ellos. Con el tiempo, sus descendientes se desarrollaron como humanos, sin consciencia de su verdadera naturaleza. Sin embargo, su esencia no había desaparecido, solo estaba atrapada.
En aquel mundo, la energía primigenia que existía en sus almas no podía manifestarse de forma externa. No había forma de liberar su magia animal, no existía un vínculo con el Núcleo del planeta de origen que pudiera despertar su verdadera naturaleza. Sin un canal para fluir, la magia salvaje quedó reprimida en lo más profundo de sus almas, incapaz de disiparse.
Pero, paradójicamente, la atmósfera de ese planeta resultó ser una incubadora perfecta. Las emociones humanas, los procesos biológicos y la energía vital alimentaban la magia salvaje sin que esta pudiera ser utilizada, acumulándose en cada generación. Era como un fuego eterno, nutrido sin ser consumido, fortaleciéndose con cada ciclo de vida y muerte.
Los Primigenios, al notar este fenómeno, vieron una oportunidad única. Dejaron a esos especímenes en aquel planeta como “cultivos de energía”, pues cada alma que se formaba en ese entorno contenía un inmenso poder latente. Un Djinn, encargado de vigilar el ciclo, recogía las almas llenas de energía cuando llegaba el momento, transportándolas de vuelta al planeta de origen. Mientras tanto, la descendencia de los cambiaformas seguía desarrollándose sin saber que, en sus almas, dormía la esencia de una bestia que jamás podría despertar en ese mundo.
Algunas almas humanas recolectadas del planeta distante no podían ser asimiladas por el Núcleo del mundo cambiaforma. Había algo en ellas que las hacía distintas: cargaban con un arrepentimiento tan profundo que se aferraban con desesperación a la existencia, negándose a disolverse en la corriente de la vida y la muerte. Eran almas que, en el momento de su fallecimiento, deseaban con todo su ser una segunda oportunidad.
Este era un caso excepcional. Si Kasumi iba a enviar un alma humana al continente cambiaforma, debía ser cuidadosa. La cantidad de energía contenida en esos espíritus reprimidos era descomunal, y si se insertaba en el cuerpo equivocado, podría generar una disonancia peligrosa.
Pero la situación del clan de los Leopardos de las Nieves requería una solución inmediata. Su Líder Omega estaba al borde del colapso, incapaz de asumir el peso de su propio destino.
La deidad no podía simplemente buscar a un nuevo Omega cualquiera. El clan no necesitaba solo un compañero reproductor para los tres Alfas. Necesitaba un verdadero líder.
Alguien con la capacidad de administrar y gestionar un grupo complejo de individuos, alguien que supiera tomar decisiones bajo presión, alguien capaz de equilibrar la naturaleza feroz de los cambiaformas con la estructura de un sistema bien organizado.
El nuevo Omega debía ser fuerte en voluntad, flexible en estrategia y, sobre todo, tener una naturaleza generosa y protectora.
Kasumi deslizó la mirada por todas las esferas de alma suspendidas en el aire a su alrededor, hasta que una en particular brilló con intensidad, como si hubiera sentido su atención.
—Tan emocionado… ¿crees cumplir los criterios de esta misión? —susurró la deidad con una leve sonrisa.
Ante la duda, la pequeña esfera de luz titiló intermitentemente, como si intentara asentir.
Intrigada, Kasumi extendió su mano y ordenó que el alma le mostrara su historia.
Alejandro nació en España en 1935, en el seno de una familia tradicional durante la dictadura franquista. Desde joven, aprendió que el deber, la apariencia y la obediencia eran más importantes que los deseos personales.
Desde pequeño, fue un niño serio y responsable, características que lo llevaron a convertirse en un hombre de gran disciplina y precisión. Sus habilidades lo convirtieron en un excelente administrador financiero, capaz de manejar grandes grupos de personas con eficacia, asegurándose de que cada detalle estuviera en orden.
Pero, aunque su vida profesional fue un éxito, su vida personal fue una prisión.
Desde su juventud, estuvo enamorado de su mejor amigo, Gabriel. Alejandro siempre estuvo al lado de este amor imposible, cuidándolo, apoyándolo, ayudándolo con su hogar y queriendo a sus hijas como si fueran suyas.
Pero él nunca se permitió desear algo más.
Creció con la certeza de que el amor entre hombres era imposible, inaceptable, una desviación que debía ser eliminada de su mente. Así que siguió las expectativas de su familia. Se casó con una mujer elegida por sus padres, Isabel, y aunque fue un esposo correcto y respetuoso, jamás pudo amarla.
Pasaron los años. La vida siguió su curso. Alejandro se convirtió en un hombre de 35 años que jamás había vivido realmente.
Fue entonces cuando todo terminó de la forma más absurda posible.
Durante unas vacaciones en la playa con Gabriel y su familia, Alejandro pisó sin darse cuenta un pez araña escondido en la arena. El veneno se propagó rápidamente en su cuerpo y, por su desconocida alergia, entró en estado crítico en cuestión de horas.
La agonía era insoportable.
El veneno ardía en sus venas como fuego líquido, cada respiración se volvía un suplicio, cada latido un recordatorio de lo efímero que era todo. La muerte estaba cerca, y con ella, la certeza de que su vida había sido un desperdicio.
Demasiadas veces había callado.
Demasiadas veces había retrocedido.
Demasiadas veces había permitido que otros dictaran su destino.
El dolor se volvió secundario frente al terror de morir sin haber vivido.
“Si pudiera sobrevivir...”
“Si Dios me diera otra oportunidad...”
“Juro que esta vez viviré de acuerdo con lo que dicte mi corazón.”
“No volveré a reprimir mis deseos.”
“No volveré a escuchar las opiniones de los demás sobre lo que debo hacer con mi vida.”
“No quiero morir lleno de arrepentimiento.”
El mundo a su alrededor se desvaneció en sombras.
Pero su súplica no fue escuchada por Dios.
Fue escuchada por Kasumi.
Muy lejos de la arena ardiente donde Alejandro cerró los ojos por última vez, la nieve caía en un silencioso baile eterno, cubriendo las cumbres de Achlys con un manto de blancura inmaculada.
El viento gélido aullaba entre los picos nevados, deslizándose a través de los valles como un lamento antiguo.
En el corazón del territorio helado, dentro de la Casa Líder de los Leopardos de las Nieves, un cuerpo inerte y frágil yacía en su lecho, envuelto en pieles blancas.
Por años, no había pronunciado una palabra.
Por años, no había abierto los ojos.
Por años, su existencia había sido la de una sombra, un Omega maldito, atrapado en la debilidad de su propio cuerpo.
Pero entonces…
Su respiración se agitó.
Un leve temblor recorrió sus dedos.
Y, en la penumbra de la habitación helada, unos ojos se abrieron por primera vez en años.
No eran los ojos del joven enfermizo que todos conocían.
Eran los ojos de Alejandro, un hombre que había muerto con una promesa en sus labios.
Esta vez, no dejaría que nada ni nadie decidiera su destino.